La iniciativa de reforma a la industria eléctrica es quizás el tema más importante en la discusión política nacional de este momento. La decisión que tome el Congreso frente a esta propuesta presidencial afectará la vida de todos los mexicanos y determinará una parte fundamental del entramado institucional entre el Estado y la economía. Y aunque, este episodio responde a intereses y preocupaciones contemporáneas, su origen se encuentra en una visión nacionalista de la política energética del país. Por lo tanto, para entender la coyuntura actual sobre la propuesta de reforma energética, es necesario reconocer la historia de la política eléctrica mexicana y distinguir los cambios que esta propuesta plantea.
El papel de la Expropiación Petrolera de 1937 es esencial respecto a la narrativa nacional de nuestro país. La decisión del Presidente Lázaro Cárdenas de nacionalizar el petróleo mexicano se trató de una especie de renovada independencia en la que México reafirmó su soberanía, recuperó el control de su riqueza y abrió el camino hacia el desarrollo nacional. Es importante reconocer los efectos de esta visión sobre la política contemporánea. Hoy, el discurso político con el que el Presidente López Obrador busca la aprobación de su reforma al sector energético se fundamenta precisamente en esta narrativa. En el discurso del presidente se reconoce claramente una nostalgia por esta época y un anhelo por imitar la trayectoria de Cárdenas. Esto resulta especialmente evidente, por ejemplo, en el uso de vocabulario como “soberanía energética” y “manejo y uso exclusivo de la nación” que rodea esta reforma.
Irónicamente, el mismo Cárdenas, no nacionalizó la industria eléctrica. A pesar de la memorable expropiación petrolera, el control del sector eléctrico no pasó a manos del Estado durante su gobierno. La primera regulación eléctrica en México surgió en 1926, bajo el gobierno de Calles, y fue Cárdenas quien, en 1937, creó la Comisión Federal de Electricidad (CFE) para llevar la electricidad a todo el país. Sin embargo, la CFE no era un monopolio: desde 1926, la inversión privada estaba permitida; y en 1939, la Ley de la Industria Eléctrica estableció que, mediante concesiones, privados podrían participar en la generación, transmisión y venta de electricidad. Durante los siguientes tres sexenios, la participación de la iniciativa privada en la industria eléctrica continuó.
La tendencia de apertura del sector terminó en el sexenio de López Mateos. En 1960, con el objetivo de aumentar la producción y los beneficios para la sociedad mexicana, el país dio un giro hacia la nacionalización de la industria eléctrica. En ese tiempo, menos de la mitad de la población tenía acceso a electricidad y era urgente concentrar esfuerzos en zonas rurales e inversiones a largo plazo, sin embargo, las empresas privadas no atendían estas necesidades. En este contexto, López Mateos reformó el artículo 27 de la Constitución con el propósito de que no se otorgaran más concesiones a particulares para la prestación del servicio público de energía eléctrica. A partir de este momento y en los sexenios siguientes, la política energética del país se tornó hacia el nacionalismo económico.
El último proceso de reprivatización —que la nueva Reforma Eléctrica propuesta por AMLO busca revocar— comenzó en 1993, cuando el Presidente Salinas creó la Comisión Reguladora de Energía e inició la apertura de la industria, permitiendo la participación de particulares. La más reciente reforma energética, impulsada durante el sexenio de Peña Nieto, asegura, hasta ahora, que la industria eléctrica en México incluya la participación de empresas privadas y que las energías limpias sean prioritarias.
A la luz de estos acontecimientos, parece ser que el Presidente Andrés Manuel López Obrador, añora más los días de López Mateos que los de Cárdenas. La reforma eléctrica promovida por Morena es el último paso en una serie de intentos por dar marcha atrás a los cambios introducidos en 1992 y 2013. Desde la Secretaría de Energía, el gobierno de la Cuarta Transformación comenzó modificando los lineamientos para el otorgamiento de certificados de energías limpias y negando permisos de generación a privados. Ahora, con esta nueva propuesta, el gobierno busca concentrar el poder regulatorio, administrativo y productivo de la industria eléctrica mexicana en la CFE, disolviendo las instituciones autónomas de regulación energética. Así, la CFE será no sólo la empresa estatal responsable de la producción y distribución de electricidad, sino también la institución gubernamental encargada de regular esas mismas tareas.
El gobierno ha argumentado que, además de avanzar hacia la soberanía energética, esta reforma producirá energía más barata y limpia. Sin embargo, varios especialistas han señalado que la CFE produce la energía más cara y contaminante del país. A diferencia de la legislación previa, que priorizaba el uso de energías renovables y baratas, esta reforma pone como prioridad el uso de la electricidad que genera la CFE. Las empresas privadas sólo serán relevantes para satisfacer la demanda que la CFE no alcance a cubrir. Esto no sólo aumentaría el costo de la energía eléctrica, sino que incrementaría las emisiones nacionales de carbono. Además, el plan de negocios de la CFE proyectado para 2025 no prevé fuentes de energía renovable y, actualmente, el 99% de la energía solar y eólica del país proviene de empresas privadas. Con esta reforma, entonces, parece probable que, por un lado, el gobierno deba incrementar los subsidios a la electricidad para evitar un aumento en las tarifas y, por otro lado, que México incumpla sus compromisos del Acuerdo de París, donde propuso generar 35% de su energía mediante fuentes renovables para 2024.
Es por ello que, analizando la historia de nuestro país, esta propuesta de reforma parece no ser más que otro paso en un largo ir y venir sobre el papel del Estado en la generación de energía. Sin embargo, las circunstancias contemporáneas difieren profundamente de las de episodios anteriores. El México de 1960, donde ni siquiera la mitad de la población tenía acceso a electricidad y el Estado tomó el control de la industria eléctrica para esparcir su cobertura ya no existe. Ahora, en cambio, vivimos en un país con instituciones democráticas jóvenes y frágiles, en condiciones económicas inestables e inmerso en una crisis ambiental global. Esta reforma, entonces, no sólo implica un peligro para las finanzas públicas, sino un marcado retroceso en el combate al cambio climático y un riesgo de poner al ejecutivo como juez y parte en una democracia endeble. Más que el espíritu revolucionario de las políticas cardenistas, esta reforma refleja un carácter reaccionario y desconectado de las necesidades contemporáneas. Si el presidente realmente quisiera rescatar el legado del Presidente Cárdenas, debería concentrarse en el futuro en lugar de imitar el pasado.