El domingo 1 de agosto ocurrió un hito en la política mexicana moderna: una consulta popular. Por primera vez en la historia, los mexicanos fueron convocados a las urnas para expresar su opinión y participar directamente en una decisión política del país. A primera vista, este ejercicio democrático parece un paso hacia una democracia más participativa. Sin embargo, esta consulta popular no sólo ha recibido críticas extensas, sino que atrajo una participación excepcionalmente baja. Este novedoso acontecimiento, por lo tanto, invita a un análisis matizado y reflexivo: mientras la democracia mexicana adquiere una nueva herramienta participativa, el entusiasmo por esta consulta se muestra escaso.
La consulta popular es una práctica común en el mundo. En América Latina, por ejemplo, la famosa “Campaña del no” trajo el fin de la dictadura de Pinochet; y el plebiscito colombiano de 2016 llevó al rechazo de los acuerdos de paz con las FARC. En Europa han ocurrido ejercicios similares: como la consulta de 1986 en España sobre su entrada a la OTAN, o el conocido Brexit en 2016, donde la población del Reino Unido decidió abandonar la Unión Europea. Estos casos, entre muchos otros, muestran el importante papel democrático de esta práctica: las consultas populares son una oportunidad de ir más allá de la política electoral tradicional y poner decisiones políticas trascendentes en manos de los ciudadanos. En México, sin embargo, este ejercicio era ajeno.
A pesar del frecuente uso de consultas populares entre democracias, la figura misma de una consulta ciudadana ni siquiera estaba contemplada en la legislación mexicana antes de 2014. Ese año, se publicó la Ley Federal de Consulta Popular, pero no se presentó ninguna consulta en los años siguientes. En noviembre de 2019, el Congreso aprobó una reforma constitucional que designó el primero de agosto como fecha para realizar consultas y confirmó el papel del INE para llevarlas a cabo. Menos de dos años después se presentó la primera consulta popular. Aunque, por supuesto, en 2018, mientras era presidente electo, López Obrador lanzó una consulta ciudadana para decidir sobre el futuro del NAIM y, ya como presidente, otras más sobre varios asuntos, tales como el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas y la Cervecería en Baja California, vale la pena destacar que estos ejercicios fueron extraoficiales y que su validación no dependió del número de participantes ni de la representatividad respecto a la lista nominal. Así, a pesar de estos ejercicios previos, la consulta de 2021 fue la primera con las bases legales y administrativas para incluir a México en la larga lista de democracias con consultas populares.
Originalmente, el presidente propuso una pregunta que apuntaba explícitamente a juzgar a los expresidentes desde Salinas hasta Peña Nieto; pero, para garantizar la constitucionalidad de la consulta, la Suprema Corte modificó la redacción de la pregunta a la que quedó en la boleta:
¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?
De esta redacción surgen dudas y puntos de crítica recurrentes frente a la consulta, especialmente sobre qué se debe entender por “actor político”, “proceso de esclarecimiento” o “la justicia y los derechos de las posibles víctimas”. De la idea original del presidente, únicamente quedó una vaga idea de juicio a expresidentes sin aclarar cómo deberán llevarse a cabo dichos procesos o qué consecuencias podrían derivar de éstos. Así, este primero de agosto, los mexicanos estaban invitados a participar en una consulta ciudadana que, aunque sólo implícitamente, trataba sobre juzgar a expresidentes.
A primera vista, la consulta parece reflejar un resultado contundente e inequívoco: 97.63% votó por el “sí”, y los votos restantes fueron para el “no” o anulaciones. Pero esta interpretación es incompleta. Según las cifras del INE, de la lista nominal de 93,671,697 de electores, sólo 6,643,788 se presentaron a las urnas el 1 de agosto; es decir, sólo 7.09% de la lista nominal votó en la consulta. Estas cifras contrastan marcadamente con las de las elecciones federales de junio de este mismo año, donde la participación alcanzó 52.66%. A pesar de estar separadas por sólo un par de meses, la participación en esta consulta fue menos de una séptima parte de la votación de las elecciones federales de 2021. Y esta baja participación no es sólo relevante por reflejar un entusiasmo limitado, sino que la ley exige, al menos, el 40% de participación para que una consulta sea vinculante. Por lo tanto, a pesar del voto abrumador por el “sí”, la participación de sólo 7.09% deja esta consulta sin efectos jurídicos.
A pesar de gastar alrededor de 528 millones de pesos en este primer intento por llevar a cabo una consulta popular oficial en México, el desenlace fue poco impresionante. Además, en un contexto en el que existen necesidades prioridades que requieren atención inmediata, el gasto y el esfuerzo del aparato público en este ejercicio pudo haberse enfocado en resolver los retos económicos y sanitarios que enfrenta el país.
Ante estos resultados ambivalentes —con un voto abrumador por el “sí”, pero con una muy baja participación—, la consulta se muestra difícil de interpretar. Por un lado, este episodio sigue el camino hacia una participación democrática más directa: los mexicanos tuvieron la opción de expresar su opinión en las casillas respecto de la implementación de una política pública. Por otro lado, la baja participación pone en duda el valor de este novedoso ejercicio e invita a indagar sobre las causas de esta antipatía entre la población mexicana. ¿El abstencionismo en esta consulta refleja un voto escondido por el “no”? ¿Se trata simplemente de un rechazo al presidente o a la pregunta misma? Interpretar el significado de este episodio no es sencillo, pero es difícil clasificarlo como un éxito. Ya sea por la confusa redacción de la pregunta, la poca promoción o la oposición al presidente, la mayoría de los mexicanos no se presentaron a votar. Paradójicamente, entonces, esta consulta parece encarnar un carácter opuesto a su propósito: si las consultas ciudadanas pretenden de escuchar la voz de la gente, en este ejercicio dominó el silencio.